El ex líder laborista, que se pasea ahora (diciembre de 2007) por las iglesias de Londres con un libro de cantos y que va a todas partes con una Biblia, que es lo último que lee antes de dormir, debiera, si verdaderamente fuera una persona de mínima decencia hacia la ética universal de los hombres, sepultar su fe en los desconocidos confines del Cosmos, volver a Bagdad, llorar desconsoladamente y, con la humildad de los grandes hombres, pedir perdón por los crímenes que ha podido propiciar contra un pueblo. Luego, debiera ir a Roma, atraído por el <
El presidente parecía no inmutarse, su “fe” era espesa como la niebla antigua de Londres. Le abraza compasivamente y, dando media vuelta, vuelve a adentrarse por los orondos pasillos vaticanos. Luego, en sus misteriosas soledades, terminaría por redactar su Carta Encíclica Spe Salvi sobre la esperanza cristiana. Él sabe bien que su empresa es sólida en lo material y que afronta un presente nada fatigoso. Las cosas de la fe, se las deja al pobre Tony Blair
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